FUENTE: BBC.
La escritora Margarita García Robayo indaga sobre los obstáculos a la hora de construir vínculos familiares más flexibles.
Margarita García Robayo cruzaba junto a su madre la Avenida 9 de Julio, en Buenos Aires, cuando notó que ahora era ella quien debía protegerla.
Frente a la ambigüedad que le provocó el repentino cambio de roles, al percibir la fragilidad de su madre, no dudó en tomarla del brazo para atravesar la avenida más ancha de Argentina.
«Mi madre no es el personaje de mis novelas, pero me ha inspirado a escribir sobre los vínculos familiares«, dice la escritora colombiana, de 44 años, autora de «Tiempo muerto» y «El sonido de las olas».
«Me interesa pensar la rigidez en el parentesco y la manera de construir vínculos más flexibles».
En su última novela, «La Encomienda» (Anagrama, 2022), García Robayo simboliza -con la llegada inesperada de un enorme paquete- la pesadez en la que pueden convertirse los vínculos familiares e indaga en el rol de hija en una «maternidad fallida».
La mirada sobre la maternidad la complementa con su libro de ensayos «El afuera» (Anagrama, 2024), en el que ahora desde el lugar de madre analiza las relaciones en base a unas notas recuperadas de la época en la que nacieron sus hijos.
En «La Encomienda», narras la historia de una escritora a quien su madre se le convierte en una especie de paquete pesado del que debe hacerse cargo. ¿Cómo opera el mandato en los vínculos familiares?
La familia es un mandato que nos precede y que nos trasciende. Cuando la relación de un hijo con sus padres se convierte en algo en apariencia incuestionable, el vínculo deja de ser constructivo.
Me refiero a que la imposibilidad de cuestionar la relación con nuestros padres nos impide cualquier tipo de evolución en el vínculo, lo que se convierte en pura pérdida.
Por eso, el solo hecho de que alguien sea tu padre, madre, hijo, hija o hermano no es razón suficiente para olvidarse de que los vínculos familiares no están dados y que deben trabajarse tanto como cualquier otro.
La narradora dice que «una madre, en un esquema estrecho de valores, genera compasión, respeto, empatía» en referencia a una parte de la sociedad colombiana. ¿Existe una imagen de madre comúnmente aceptada en América Latina?
Más que en América Latina -en donde identifico distintos tipos de madres, como la judía o la italiana en Argentina, donde vivo hace varios años- diría que la «madre del Caribe», en los modelos de familia convencionales, tiene una particularidad: su autoridad.
Por un lado, la «madre del Caribe» es sumisa ante la figura paterna, pero al mismo tiempo es excesivamente manipuladora. Es una persona que usa esa supuesta sumisión para controlar aquello que sucede en su familia y ganarse el lugar de dueña de la historia oficial de la casa.
Este tipo de madres son las que finalmente dictan los mandatos, muchas veces escudándose en la autoridad del padre: «Tu papá piensa que esa falda es muy corta». En estos modelos familiares, la imagen del «padre del Caribe» es una especie de Dios.
Un padre que, al mismo tiempo, muchas veces es un padre ausente…
Sí, totalmente. Los tiempos están cambiando y la cultura machista tan instalada en América Latina, sobre todo en el Caribe, está encontrando sus fisuras. Pero el verdadero patriarcado en América Latina es el abandono.
El padre ausente puede ser omnipresente. Puede estar aunque no esté. También puede estar ausente aún viviendo en la propia familia.
Por eso, la «madre del Caribe» maneja ese poder: aparentar sumisión cuando en realidad está manejando las cuerdas familiares para que se haga lo que ella quiere de una manera muy hábil.
Realmente creo que la mujer caribeña tiene una inteligencia y una astucia superior para conseguir lo que quiere.
En ese tipo de mujeres, la vida queda reducida a la familia y al ámbito doméstico…
Una de las cosas que menos me gustan de las llamadas «madres caribeñas» o «madres latinoamericanas», las madres que conocemos como “madrazas» o «leonas», es la falta de vida propia.
Esa especie de entrega absoluta y sacrificada a su familia -como si eso en sí mismo fuera un gran mérito- en lugar de la posibilidad de construirse una vida propia, que las haga felices y las tenga satisfechas.
La relación de las madres con los hijos está basada en el cuidado. ¿Qué pasa cuando crecemos y la necesidad del cuidado desaparece? ¿Qué nos mantiene unidos?
Es muy buena pregunta. Es terrible. Me parece que es una instancia por la que todas las madres pasamos y padecemos en algún momento de la vida.
Es triste ver a una madre intentando cuidar a un hijo cuando éste ya no la necesita. Es desgarrador ver a una madre queriendo hacerle al hijo la comida que le gusta y éste solo buscando sacársela de encima porque lo que quiere es poder hacer su vida.
En las conformaciones familiares que están basadas en el lugar de la madre arrinconada al sector de los cuidados, en el momento en que el cuidado deja de ser necesario o vital, las madres se convierten en una molestia y el hijo no sabe bien en qué lugar ubicarlas.
En «La Encomienda», la narradora piensa en retomar el vínculo que se ha desdibujado con su madre…
Sí. Y cuando intenta retomar ese vínculo, ya no lo reconoces más. Es ahí que tiene que hacer un esfuerzo enorme por acordarse: «Ah, pero claro, esta señora es mi mamá. Yo no me acuerdo cómo es ser su hija, pero es mi mamá».
Hay una serie de cosas que uno tiene que hacer con las madres para que el vínculo se mantenga vivo. Por ejemplo, darles el lugar para que te cocinen, aunque después no comas esa comida.
Entonces, de algún modo, la madre se convierte en hija, se revierte la condescendencia y el paternalismo. Y uno empieza a concederles a los padres determinados lugares para, en definitiva, hacerlos felices.
¿Empieza a crearse una especie de «ficción familiar« para mantener los lugares que les son cómodos a los padres?
Absolutamente. Es como si te dijeran: «Bueno, ¡ahora te toca hacer de hija!». Entonces uno hace el esfuerzo y personifica a una hija ante una madre.
Es muy injusto eso con el vínculo, porque los padres son muy importantes para la vida de cualquier persona, deberíamos permitirnos ser más honestos, más genuinos en la relación con nuestros padres.
Tenemos que pensar qué nos gusta realmente hacer con esa persona, con quien probablemente tengamos muchas más afinidades que la del lazo sanguíneo, pero es más fácil cumplir el mandato sin dejar espacio para una verdadera relación humana.
¿Ese es el momento en que los roles terminan invertidos?
Sí, ahí aparece esta especie de ficción de la que hablábamos, en donde uno asume el rol de cuidar al otro.
Este tipo de vínculo genera una relación rígida, donde parece no haber lugar para otra cosa. Pero, al mismo tiempo, es muy frágil porque uno tiene la sensación de que si no actúa de determinada manera el vínculo se rompe.
Finalmente, aparecen demasiados cuidados alrededor de algo que debería ser más sencillo y uno termina profundizando en los conflictos, en las fisuras, en las molestias, en lo que no está bien.
La narradora decide irse a vivir a otro país, lejos de su familia. ¿Puede ser la distancia el último recurso para mantener vivo al vínculo entre padres e hijos?
Muchas relaciones familiares se han salvado gracias a la distancia.
La distancia, sea afectiva o geográfica, aporta perspectiva. Cuando uno está muy cerca de las cosas, las ve distorsionadas. Por el contrario, cuando tomas distancia todo empieza a ganar perspectiva y eso es algo que siempre beneficia a las relaciones.
La mente se te nubla cuando no hay distancia. Y ahí es donde todo empieza a viciarse. Si no puedo darme cuenta de que este vínculo no es sano, estamos complicados. La distancia hace milagros.
¿Por qué crees que hay un tabú alrededor de la idea -o incluso de la fantasía- de cortar la relación con los padres?
Porque creo que no se puede. Te puedes pelear, dejar de hablar, armar la valija e irte bien lejos y pensar que lo dejas atrás pero en algún momento te das cuenta de que sigues ahí, con esa mochila colgada.
Yo sé que hay gente que trabaja para desprenderse, para dejar atrás ciertas cosas, pero no conozco ningún caso de éxito rotundo. No conozco a nadie que haya podido decir: «Listo, soy libre. Me desprendí de todo mi pasado».
Lo mejor es buscar algún modo de reconciliarse o de reparar aquello. Si queda algo bueno del vínculo, por más pequeño que sea, lo mejor es buscar esa pequeña chispa de afinidad e intentar repararlo.
Pensar que es irreconciliable es estar lidiando con una pared de hormigón que te pega en la nariz, sangras y no puedes hacer nada. Si hay un poro en esa pared de hormigón en el que cabe cierto tipo de reconciliación, mejor intentarlo, así no lo vives con agonía.
En «El Afuera», un ensayo escrito en base a una libreta de apuntes de la época en la que nacieron tus hijos, hablas desde el rol de madre. ¿Qué te pasa ahí con todo esto?
Supongo que como padres queremos hacer todo lo contrario a lo que hicieron con nosotros. Entonces tratamos de construir relaciones más flexibles. Probablemente fracasaremos, al igual que nuestras madres fracasaron con nosotros, pero uno trata de revertirlo.
Cuando pienso en la relación con mi hija, pienso en que nada la haría más feliz que que yo esté satisfecha, haciendo lo que me gusta, aunque eso implique que quizá no la vaya a ver a su acto escolar.
Cuando una como madre se corre del lugar de los cuidados aparece el ser humano, como sujeto individual, con sus intereses, sus búsquedas, su deseo. Si solamente está el rol de madre, no queda nada más que la madre en el sujeto.
«Tengo hijos. Tengo la vista amplificada. Me importa más el afuera». ¿Qué pasa en la relación del afuera con la familia?
Hay una persona que, en medio de una mudanza, me pregunta por mis hijos y me dice: ¿Te salieron buenos?. Entonces, me pregunto, con qué juicio uno puede contestar a esa pregunta, qué es que un hijo te salga bueno, quién es el juez.
Bueno, si el juez es el afuera, pienso que si el hijo es capaz de salir y sobrevivir en el mundo, si el mundo no te devuelve al hijo como el mar te devuelve un juguete oxidado, entonces quiere decir que te salió buenito.
Por eso, creo que es muy azarosa la tarea de ser padre. Uno nunca está preparado, ni emocionalmente ni psicológicamente, para sacar adelante esa tarea tan endiablada que es la de hacerse responsable de un ser humano.
¿Crees que ser madre te aporta una mirada más empática con tus padres?
Ser madre te rompe varias ideas que tenías y te reconfigura la mirada. Pero no sé si es empatía sino hacerse adulto.
Es aprender a transformar esa irritación en ternura.
Yo no sé si es comprensión, pero sí es ternura. Uno es durísimo con los padres. Y cuando es madre o padre te das cuenta de que, al fin de cuentas, uno hace lo mejor que puede.